
La escuela era ahora la iniciación de nuevos horizontes: historia, poesía, ciencias. Pero algunas asignaturas eran prosaicas y aburridas, especialmente la aritmética; la suma y la resta me ofrecían la imagen de un oficinista y de una caja registradora; su utilidad era, en el mejor de los casos, una protección para no ser engañados cuando nos dan un cambio.
La historia era una serie de maldades y de violencias, una sucesión continua de regicidios y de monarcas que asesinaban a sus mujeres, hermanos y sobrinos; la geografía, sólo una colocación de mapas; la poesía, nada más que un ejercicio memorístico. La enseñanza me aturdía con un montón de conocimientos y de hechos por los que sentía yo muy poco interés.
Si alguien hubiera tenido habilidad, si me hubiera trazado un prólogo estimulante para cada materia de estudio que hubiese iluminado mi pensamiento, si me hubiera nutrido de fantasía y no de hechos, si me hubiese divertido e intrigado con el cubileteo de los números, si hubiera poetizado los mapas, si me hubiese dado una visión histórica y enseñado la música de la poesía, acaso yo hubiera sido un hombre culto y estudioso.